Ciudad de México, 14 de diciembre del 2011
Maestro Felipe Calderón Hinojosa, Presidente de los Estados Unidos Mexicanos.
Señores Secretarios. Estimados Javier Lozano y Salvador Vega.
Estimado Tarcisio Rodríguez. Mis mejores deseos de éxito en esta noble encomienda.
Apreciables todos:
Hace un año, en momentos personalmente difíciles, recibí la generosa invitación del Presidente de la República, para asumir la función que hoy dejo.
Sé que esa invitación tuvo que ver con más con el inmerecido aprecio del Presidente hacia mi persona, que con algún talento que yo pudiera ofrecerle.
Quiero agradecerle, señor Presidente, la oportunidad que me brindó de servir a mi país a su lado, en la cercanía de su oficina, en el primer espacio de su confianza, y, sobre todo, quiero agradecerle todo lo que en esta etapa de mi vida aprendí de usted.
Aprendí de sus consejos, de sus instrucciones y, también, de sus regaños, todos ellos, por cierto, por demás, merecidos. Sin duda alguna, señor Presidente, me llevo mucho más, mucho más de lo que pude aportar.
Agradezco, también, al equipo que comanda el ingeniero Gerardo Ruiz, a Alejandra Sota, a Aitza Aguilar, al General Castillo y a los elementos del Estado Mayor Presidencial, a mi equipo de trabajo en la Secretaría Particular, todos ellos, amigos entrañables.
He escuchado muchas veces al Presidente Calderón decirle a don Luis Héctor Álvarez, que quiere ser como él. En estos meses, he atesorado, como nunca, el sentido de esa expresión.
Y es que el liderazgo político, como lo entendemos desde el humanismo político que profesamos, no es sólo la capacidad de atraer, sino la virtud de convencer. No es sólo personalidad que imanta como personalidad, sino como referente ético, como ejemplo de vida.
Se lo he dicho en privado, señor Presidente, pero no me puedo ir sin decírselo, también, en público: Yo quiero algún día ser como usted, señor Presidente.
Yo aspiro a ser como usted, porque lo visto trabajar incansablemente por el bien de México, aún a sabiendas de que ese bien, quizá no lo verán sus ojos.
Porque lo he visto sufrir con el dolor que pudo ser evitado. Desde el dolor que encontró en Ciudad Juárez, aquella ciudad a la que fue de la mano de don Luis, hasta el dolor que por mucho tiempo se incubó en su querido Michoacán, y que hoy, usted enfrenta con valor y responsabilidad.
Porque lo he visto convertir ese sufrimiento en fortaleza de espíritu y de voluntad para evitar que alguien más, otras generaciones, las que vendrán después de nosotros, vuelvan a sentir ese dolor.
Quiero ser como usted, porque lo que visto atento al dato duro que le da sentido de eficacia a una política pública, sin perder de vista que esa política tiene como fin último a la persona, a la persona de carne y hueso, a los que se levantan temprano para trabajar y estudiar, para salir adelante, para superar su adversidad. Porque no se ha dejado usted vencer por la incomprensión, porque tras cada prueba, su ánimo crece y contagia, porque no se cansa de mover las almas a la acción.
Y sé que muchos otros, de mi edad o de las generaciones que siguen, de sus propios contemporáneos, también, aspiran a ser como usted.
Soy de los que creen que el destino individual y colectivo es resultado del ejercicio de la libertad, pero debo confesar que, a veces, sobre todo en tiempos aciagos, me ha abandonado esa convicción.
Y cuando eso sucede, cuando esa convicción me ha abandonado, suelo pensar que si una fuerza superior, la mano invisible del destino o Dios, ha puesto a prueba el carácter de esta Nación, inchuso, hasta desafiar las leyes de la probabilidad; esa fuerza, ese destino o Dios, ha tenido el cuidado, la generosidad de prestarnos al mejor Presidente de México.
Muchas gracias.
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