lunes, 27 de agosto de 2012

¿Qué sigue?

¿Qué sigue?
Bernardo Bátiz V.
 
Un amigo no militante ni simpatizante de partido alguno en particular, pero defensor del sistema actual de corte neoliberal y extremadamente conservador, descalificó la acusación del Movimiento Progresista de que la elección del Ejecutivo es inválida, entre otras barbaridades, porque se gastó en exceso del tope legal, hubo compra masiva de votos y propaganda escondida en pretendidas encuestas científicas, aduciendo él que así ha sido siempre y que son vicios concomitantes al sistema mexicano.
Puede ser que tenga razón en cuanto a los hechos de su argumentación; desde el siglo XIX un encumbrado personaje dijo: Si el pueblo no hace las elecciones, tenemos que hacerlas nosotros, esto es, el grupo de participantes en la vida pública, una minoría frente al resto de la población. Durante el siglo XX, no es necesario recordar que el partido en el poder hacía las elecciones, falsificando actas, votos y resultados y que la oposición, débil pero tenaz, no podía demostrar esa mistificación y si la demostraba no servía de nada, pues quienes resolvían en última instancia eran los mismos interesados en ganar.
Iniciándose el siglo XXI, hubo por fin un cambio, alternancia de partidos en el Poder Ejecutivo, pero el triunfador fue tan torpe o tan insensible, y sus seguidores tan incapaces o tan conformistas, que no cambiaron en nada nuestro sistema político electoral.
Ciertamente algunas formas se han modificado; algunos procedimientos son más complejos y existe hoy una burocracia costosísima que aparenta que hemos avanzado hacia la democracia, cuando lo único que ha sucedido es que se ha tapado un hoyo para abrir otro y los procedimientos son más complicados y kafkianos que antes.
Ya no son los diputados con constancia de mayoría quienes se legitiman ellos mismos en el colegio electoral, hoy el IFE y el Trife deben corregir y evitar simulaciones electorales, pero, excepto en un primer momento, no han demostrado ser imparciales y estar por encima de los intereses partidistas y del sistema autoritario que impera en los hechos.
Los integrantes de estos organismos son parte de la oligarquía, o en el mejor de los casos, de la aristocracia, según la conocida clasificación aristotélica, y resuelven en favor del sector social y la ideología que representan, no para que el proceso sea auténtico, libre y equitativo, como exige la Constitución.
Es cierto que el tribunal aún no resuelve, pero se vislumbra por su integración, declaraciones adelantadas y actitud de sus magistrados, cuál será el sentido de la sentencia. ¿Qué efectos se producirán si no se declara la invalidez de las elecciones?
En mi opinión, son de esperarse dos consecuencias: la primera es la que aguardan los sectores privilegiados del sistema, se cumplen las formalidades legales y los magistrados satisfacen a sus padrinos y benefactores que los pusieron en sus cargos.
Pero también es posible otro efecto deplorable: que se generalice la decepción respecto de las elecciones y la convicción de que es imposible un cambio por la vía institucional o legal.
Esto abre camino para que los más indignados o con más conciencia social lleguen a la conclusión de que en México no es posible alcanzar el poder y cambiar lo peor del sistema por la vía democrática formal; este segundo efecto equivale a encerrar la esperanza popular en un callejón sin salida.
Mucha gente, hace seis años y ahora, ha constatado que la vía electoral no es transitable, que competir en contra de los grandes medios de comunicación y los inmensos recursos económicos legales e ilegales, públicos y privados, no es posible desde la honradez, la honestidad, la participación popular y la voluntad de cambio. Para usar la terminología empleada por Andrés Manuel López Obrador, por ahí el pueblo no ha podido salvar al pueblo.
La siguiente pregunta, por tanto, es: ¿qué hacer entonces? Las respuestas del siglo XX eran dos encontradas: el PAN verdadero, anterior al Neopan y al Priopan, prefería una lucha a largo plazo, construcción de ciudadanía, capacitación popular y organización; la izquierda congruente con la ortodoxia marxista soñaba con el camino revolucionario.
Si el resultado de esta larga lucha por un cambio democrático es una gran decepción, si la revolución no es posible sin una catástrofe simultánea, no queda aparentemente sino volver los ojos a la resistencia civil y a la desobediencia al poder formalmente legal, pero política y moralmente ilegítimo.
El desencanto y la conformidad, el fatalismo del no se pudo, del no se puede, es quizá lo que esperan los momentáneamente triunfadores; no por cierto los grupos como Morena, los estudiantes de #YoSoy132, el sindicalismo independiente y muchos que no aceptan esa opción y, por tanto, buscarán nuevas formas no convencionales de hacer política. Yo ya no estoy joven, pero tampoco estoy viejo, como diría el maestro Carrancá y Rivas; seguiré con quienes, jóvenes o no tanto, procuran el cambio que urge a México.

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